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Ablanden o no al Gobierno, que está por ver, los convocantes de la huelga general de ayer ya han perdido. Trabajan con métodos trasnochados frente a una sociedad que no les escucha. La economía cambia vertiginosamente, los sindicatos siguen anclados a otro tiempo.
Galicia fue la tercera comunidad en donde más repercusión tuvo la protesta, siempre según el ranking hecho por los propios sindicatos. Las cifras de participación son, como siempre, dispares, pero parece indiscutible que el paro de ayer se concentró en los territorios acotados por los piquetes y en los núcleos industriales, como es el caso de Vigo, que quedó prácticamente paralizado, aunque por la tarde recuperó algo la normalidad ciudadana. En tanto en cuanto corazón productivo de Galicia, Vigo volvió a convertirse, una vez más, en escenario principal y símbolo de una movilización sindical. Una capitalidad que, en ocasiones como éstas, paga con una tensión ciudadana que no siempre le reconoce el resto de Galicia. No fue el caso de las manifestaciones, que recorrieron sin incidentes la ciudad con un número de participantes que va desde los 115.000 de los convocantes a los 65.000 de la Policía Local. En España la incidencia fue limitada, incluso menor que en anteriores conflictos.
La jornada no pasará a los anales de la lucha obrera en España. Ni fue modélica en su concepción –se ha extendido el clamor de que llegaba tarde para conseguir el objetivo perseguido: la retirada de la reforma laboral– ni ejemplar en su desarrollo ante los resultados obtenidos, tanto por su menguada capacidad de convocatoria e influencia (Zapatero y su gobierno de izquierdas se niegan a rectificar el cambio de rumbo impuesto por los mercados) como por los métodos empleados para sumar apoyos a sus protestas: una presión demasiadas veces coercitiva y hasta violenta.
Funcionó el miedo: muchos asalariados y autónomos gallegos confesaban su deseo de trabajar –estos tiempos difíciles no están como para perder jornales–. El temor a complicarse la vida por una violenta represalia les hizo a muchos desistir en el intento.
El escenario, una depresión económica global jamás vista y un temor a lo desconocido que bloquea por igual a gobiernos, empresarios y asalariados, no es el más propicio para que triunfen las tesis sindicales, pero la experiencia de ayer demuestra que los que se atribuyen la representación de los trabajadores, con empleo o en el paro, aplican recetas anacrónicas para curar males que requieren remedios rejuvenecidos. Los sindicatos deberían reflexionar sobre su incapacidad para rentabilizar la desesperación social generada por la crisis. El grado de desafección ciudadana indica que algo falla.
Son muchos los ciudadanos que piensan que las centrales sindicales han anclado su supervivencia a los privilegios que les ofrecía el sistema y que han acabado por darles la espalda a su público, los obreros y profesionales. ¿Y qué decir de los parados? Los sindicatos se han quedado atrás. El movimiento sindical en Vigo tiene a sus espaldas la Historia suficiente como para darse cuenta de que los vientos de cambios soplan también para ellos.
Y las intimidaciones, boicots y amenazas no les ayudarán a llegar a buen puerto.
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